Consecuencias no intencionales de la lealtad política e ideológica

POR LUIS MIRANDA | THE REAL AGENDA | 10 NOVIEMBRE, 2012

¿Es posible que a algunos de los partidarios de Obama no les importe el hecho de que sus hijos vivan en servidumbre al Estado por el resto de sus vidas? ¿Podría ser que ellos justifiquen este pensamiento terrible en el hecho que ellos mismos tuvieron que vivir bajo ese sistema, por lo tanto es lógico que sus hijos lo hagan también? ¿Podría ser que ellos ven el modelo de subdesarrollo basado en la emisión de deuda como una forma de garantizar sus sobornos durante su vejez? Tal vez para algunos esta manera de pensar no sea acogida conscientemente, pero para muchos otros seguro que lo es. El hecho es que la lealtad ciega al partido y a la ideología en manos de Obama trae consigo un sinfín de consecuencias no deseadas.

La reelección de Obama no sólo significa que la mitad del país todavía lo apoya. También significa que están de acuerdo con las políticas que pretende implementar y, por supuesto, con las que ya ha impuesto contra el pueblo estadounidense. Este resultado le da a Obama una luz verde para tratar de completar su agenda con la intención de “transformar Estados Unidos”. Así que es pertinente que revisemos cuáles son algunos de los temas de esa agenda.

No hay un lugar mejor para empezar que las políticas y la legislación que Obama ha apoyado y aprobado él mismo, a través de órdenes ejecutivas durante los últimos 4 años. Como Obama lo ha dicho, su proyecto es un trabajo en progreso, y sólo podemos esperar más de lo mismo para los estadounidenses durante los próximos cuatro años. Así que echemos un vistazo a lo que Obama apoyó durante su primer mandato.

1. Los ‘rescates financieros’, porque no es posible, según él, dejar colapsar a entidades que son “demasiado grandes para quebrar”. Por eso, Obama continuó los llamados planes de estímulo, la flexibilización cuantitativa y el gasto deficitario.
2. El envío de tropas para ‘proteger’ las fronteras de los demás países y el envío de dinero de los contribuyentes estadounidense a dictadores extranjeros.
3. La misma política exterior intervencionista de la era Bush.
4. Restricciones federales sobre la propiedad de armas. Obama se ha comprometido a prohibir las armas semiautomáticas que ahora son legales. De hecho, sólo horas después de su re-elección Obama de nuevo mostró su apoyo al plan de las Naciones Unidas para desarmar a los ciudadanos.
5. La Ley Patriota.
6. Espiar a los ciudadanos estadounidenses sin órdenes judiciales.
7. La detención indefinida de ciudadanos estadounidenses sin cargos, abogado ni juicio.
8. Los asesinatos de ciudadanos estadounidenses o cualquier otra persona sin el debido proceso.
9. Asistencia sanitaria socializada a través de la cual el Estado determinará quién tiene el derecho a cuidados de salud y quién no, así como la frecuencia y tipos de atención que una personas puede recibir. Bajo Obamacare, la atención médica ya está siendo racionada, principalmente cuando se trata de ancianos y enfermos mentales.

Si hay alguien por ahí buscando una respuesta más corta sobre lo que les espera a los estadounidenses y el resto del mundo como resultado de la re-elección de Obama, creo que esa frase sería así: La expansión ilimitada del gobierno federal. Según lo explicado por el juez Andrew Napolitano, bajo Obama, el gobierno seguirá haciendo lo que ha hecho en los últimos años: escribiendo cualquier ley que le venga en gana, reglamentando cualquier comportamiento y fiscalizando cualquier evento que quiera. En otras palabras, la Constitución está condenada.

Y así continuarán las divisiones políticas, ideológica sy sociales. Un claro resultado de la elección del martes es la absoluta separación de la población estadounidense de acuerdo a su raza, edad y ceguera ideológica. Si bien las brechas continúan expandiéndose entre los grupos sociales, nada ha cambiado en Washington. Los demócratas van a mantener la Casa Blanca y el Senado, mientras que los republicanos mantendrán el poder en la Cámara de Representantes. ¿Podemos esperar algo diferente para los próximos cuatro años? Recuerde mis palabras aquí: no habrá recuperación económica a largo plazo en Estados Unidos y poca o ninguna recuperación en el extranjero.

Aunque el Congreso dividido sugiere que habrá un estancamiento durante el resto del mandato de Obama en el cargo, no se puede olvidar el poder de la pluma, que es una herramienta perfecta para aprobar mandatos ilegales que impulsen la agenda de los dueños políticos de Obama. Así es como Obama se salió con la suya al querer imponer la voluntad del Estado sobre el pueblo con respecto a la salud, el aparato de seguridad nacional, el terrorismo financiero, y los “programas de estímulo” de control que sólo dio lugar a mayores bonos corporativos.

Lo que muchos partidarios de Obama tal vez olvidan es que él no tendrá que rendir cuentas a los votantes de nuevo. Eso le permitirá mostrar su verdadera identidad y agenda, que ha conseguido ocultar en gran medida con la ayuda de los principales medios de comunicación. La “Transformación de los Estados Unidos” puede continuar sin contratiempos.

“Sólo por volver a elegir a Obama será posible que se mantenga la Ley Obamacare, la cual seguirá siendo implementada, y eso es muy importante, ya que es una de las piezas más importantes de legislación en medio siglo”, dijo Theda Skocpol, una politóloga de la Universidad de Harvard.

La reelección del Martes autoriza a Obama a continuar fortaleciendo su gobierno activista, lo mismo que títeres como Paul Krugman apoyan. Por ejemplo, el rescate de la industria automotriz será recordado como el logro de Obama que ‘salvó’ un importante sector de la economía. Lo que las personas que piensan así ignoran es que a través del mal llamado rescate de la industria automobilística de 2009, General Motors y otras compañías fueron literalmente sobornadas para  trasladar sus operaciones a la India, China y Brasil. En otras palabras, el tal rescate fue un incentivo directo dado a las empresas a mudarse al exterior.

Entonces, ¿qué podemos esperar ahora que Obama fue reelecto?

1. Un mayor deterioro de la Constitución de los EE.UU. y la Declaración de Derechos
2. Ampliación de las facultades otorgadas al Departamento de Seguridad Nacional y la TSA.
3. Más gasto descontrolado del gobierno federal.
4. Ejecución forzada del programa de salud del gobierno.
5. Adquisición acelerada de armas de fuego y el almacenamiento de municiones por parte de la ciudadanía.
6. La persecución de los veteranos y las personas que se oponen a las políticas del gobierno.
7. Más detenciones secretas de ciudadanos estadounidenses en el extranjero y en casa.
8. La aceleración de la legalización de los 30 millones de inmigrantes ilegales, muchos de los cuales serán encargados de mantener la agenda destructora en las próximas elecciones.
9. Aumento de los precios de la energía debido al compromiso de Obama de cerrar plantas de carbón sin tener fuentes alternativas de energía disponibles. (La mayoría de las empresas de energía altermativa a las que Obama subsidió han quebrado).
10. 600 mil millones en aumentos de impuestos que tendrán vigencia durante los próximos cuatro años y más allá.
11. La deuda pública alcanzará 16 trillones de dólares que arrastrará a EE.UU. aún más hacia el acantilado fiscal.

Estas y muchas más serán las “consecuencias no deseadas” de la elección de Barack Obama para ‘manejar el coche’ por los próximos 4 años.

¿Será que como lo dijo Obama, lo mejor está aún por venir?

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A Tottering Technocracy

Here and in Europe, the financial meltdown exposes the hollowness of our elites.

by Victor Davis Hanson
National Review
August 9, 2011

We are witnessing a widespread crisis of faith in our progressive guardians of the last 30 years. These are the blue-chip, university-certified elite, employed by universities, government, and big-money private foundations and financial-services companies. The best recent examples are sorts like Barack Obama, Eric Holder, Larry Summers, Peter Orszag, Robert Rubin, Steven Chu, and Timothy Geithner. Politicians like John Kerry, John Edwards, and Al Gore all share certain common characteristics of this Western technocracy: proper legal or academic credentials, ample service in elected or appointed government office, unabashed progressive politics, and a free pass to enjoy ample personal wealth without any perceived contradiction with their loud share-the-wealth egalitarian politics.

The house of a John Kerry, the plane of an Al Gore, or, in the European case, the suits of a Dominique Strauss-Kahn are no different from those of the CEOs and entrepreneurs who were as privately courted as they were publicly chastised. These elites were mostly immune from charges of hypocrisy or character flaws, by virtue of their background and their well-meaning liberalism.

The financial meltdown here and in Europe revealed symptoms of the technocracy’s waning. On this side of the Atlantic, Geithner, Orszag, Summers, Austan Goolsbee, Paul Krugman, and Christina Romer apparently assumed that some academic cachet, an award bestowed by like kind, or a long-ago-granted degree should give them credibility to advocate what the tire-store owner, family dentist, or apple farmer knew from hard experience simply could not be done — borrow or print money on the theory that insular experts, without much experience in the world beyond the academy or the New York–Washington financial and government corridor, could best direct it to productive purposes.

But now they have either left government or are no longer much listened to — and some less-well-certified accountant will be left with the task of finding ways to pay back $16 trillion. Abroad, at some point, German clerks and mechanics are going to have to work a year or two past retirement age to pay for those in Greece or Italy who chose to stop working a decade before retirement age — despite all the sophisticated technocratic babble that such arithmetic is reductive and simplistic.

In the devolution from global warming to climate change to climate chaos — and who knows what comes next? — a small group of self-assured professors, politicians, and well-compensated lobbyists hawked unproven theories as fact — as if they were clerics from the Dark Ages who felt their robes exempted them from needing to read or think about their religious texts. Finally, even Ivy League and Oxbridge degrees and peer-reviewed journal articles could not mask the cooked research, the fraudulent grants, and the Elmer Gantry–like proselytizing about everything from tree rings and polar-bear populations to glaciers and the Sierra snowpack. A minor though iconic figure was the truther and community activist Van Jones, the president’s “green czar,” who lacked a record of academic excellence, scientific expertise, or sober and judicious study, assuming instead that a prestigious diploma and government title, a certain edgy and glib disdain for the masses, and media acclaim could permit him to gain lucre and influence by promoting as fact the still unproven.

Higher education is no longer affordable for many families, and does not guarantee well-rounded, well-educated graduates. A university debt bubble, in Fannie and Freddie fashion — together with the rise of no-frills private online certificate-granting institutions — is undermining traditional higher education. The symptoms are unmistakable: tuition spiraling far ahead of inflation; elite faculty excused from teaching to publish esoteric articles in little-read journals; legions of poorly compensated part-time instructors and graduate-student assistants subsidizing the privileged class; political orthodoxy as an unspoken requisite for membership in the club. An administrator is deemed successful largely for promoting “diversity” — rarely on the basis of whether costs stabilized, graduation rates increased, the need for remediation declined, or post-graduation jobs were assured on his watch. This warped system, which grew out of the bountiful 1960s, is now a vestigial organ, an odd-looking thing without an easily definable purpose. When will the bubble burst? If the four-year university cannot ensure its graduates that they will necessarily have a better-paying job and know more than the products of an upfront credentialing factory, why incur the $200,000 cost and put up with the political indoctrination?

Kindred media elites in Europe and the United States lauded supposed technocratic expertise without much calibration of achievement. Indeed, to examine the elite media is to unravel the incestuous nature of power marriages and past loyal service to heads of state. Those who praised Obama as a god or attributed their own nervous tics to his omnipresence or reported on his brilliant policies often either had been speechwriters to past liberal presidents, enjoyed family connections, or were married to other New York or Washington journalists or powerbrokers. Their preferences about where to send a kid to school, where to vacation, and what to think were as similar to those they reported on as they were foreign to those who were supposed to listen to them. Like wealthy people in the Middle Ages who bought indulgences instead of truly repenting their sins, the more our elites preached about egalitarian politics for the fly-over upper middle classes, the less badly they felt about their own mannered conniving for privilege and status.

A generation ago, we were supposed to be grateful that a few gifted and disinterested minds were digesting our news for us each day on cash-rich ABC, CBS, NBC, NPR, and PBS, and in the New York Times, Washington Post, and Los Angeles Times, summarized periodically on weekend network discussion groups and in newsweeklies like Time and Newsweek. Now the market share of all these enterprises is shrinking. Some exist only because of government subsidy, rich parent companies, or like-minded wealthy benefactors.

The technocratic pronouncements from on high — that Barack Obama was “sort of GOD,” or at least “the smartest president in history”; that a Harvard-trained public-policy wonk alone knew how to save us from a roasting planet — are now seen by most as laughable. An education-age Reformation is brewing every bit as earth-shattering as its 16th-century religious counterpart.

There are also generic signs of the technocracy’s morbidity. It deeply distrusts democracy, most recently evidenced by John Kerry’s rant that the media should not even cover the Tea Party, and by the European Union’s terror of allowing the public to vote on its intricate financial bandaging. It is no accident that technocratic journalists love autocratic China — with its ability to promote mass transit or solar panels at the veritable barrel of a gun — while hating the Tea Party, which came to legislative power through the ballot box.

So the elites’ furor grows at those who seek and obtain power, exposure, and influence without the proper background, credentials, or attitude. How else to explain why a Michele Bachmann or Sarah Palin earns outright hatred, whereas a Mitt Romney or John McCain received only partisan disdain?

There is an embarrassing lack of talent and imagination in the last generation of the technocrats. One banal memo about a “tea-party downgrade” or a “jihadist” takeover of the Republican party is mimicked by dozens of politicians and journalists who cannot think of any more creative phraseology. Calls for civility are the natural accompaniment to unimaginative slurring of those outside the accustomed circle. When Steven Chu exhorts us that gas prices should match European levels or assures us that California farms will blow away, should we laugh or cry? Do learned attorneys general call the nation “cowards,” refer to fellow minority members as “my people,” or really believe that they can try the self-confessed terrorist architect of 9/11 in a civilian court a few yards from the scene of his mass murder? Was Timothy Geithner really indispensable in 2009 because other technocrats swore he was?

We are living in one of the most unstable — and exciting — periods in recent memory, as much of the received wisdom of the last 30 years is being turned upside down. In large part the present reset age arises because our political and cultural leaders exercised influence that by any rational standard they had never earned.